Por Marco Antonio Domínguez Niebla

Pelo, sudor y sangre. Trato de meterme, como aquella vez, en la cabeza de ese chico que se debate entre la etiqueta de «eterna promesa del boxeo local» y la otra no menos trillada que lo apuntaría como «una realidad del boxeo nacional», en caso de ganar este y unos cuantos combates más. Aquella vez lo intenté sin éxito. Por eso, ahora que lo veo mirando como a la nada después de unos meses particularmente duros, insisto. Contrario a lo sucedido aquella vez, no se encuentra sentado a mi lado. Ahora se encuentra sentado en la esquina de la mesa en la que todos ofertan y prometen un gran espectáculo, como si fueran ellos quienes se subirán al cuadrilátero a partirse la cara con el otro chico que viene desde tan lejos en otro intento por legitimar una trayectoria marcada por menos claros que oscuros. Es una rueda de prensa diferente a la de aquella vez, cuando la sede fue en un restaurante y él tenía frente a sí un plato con el guiso del día: pescado a la veracruzana. Para su mala suerte, aquella vez halló un cabello atrapado entre los alimentos y lo retiró del tenedor, como si nada, para arrojarlo hacia a un lado. «Si en las peleas trago hasta sudor y sangre del rival, qué importa un pelo», dijo, sentado a mi lado, antes de acabar con el resto del platillo que cualquiera habría devuelto de inmediato. Ahora, más que concentración, su gesto denota hartazgo, urgencia de que llegue el momento de subir la báscula y acabar con el martirio de la dieta y de que lo pongan frente a los mismos reporteros que siempre formulamos las mismas preguntas. Y, en un último intento por meterme en la cabeza de ese chico, ahora creo descubrir lo que piensa frente a esas botellas de agua con el logo del hotel en cuya alberca nos encontramos: pescado a la veracruzana, o cualquiera de las opciones del menú, con o sin pelo, como aquella vez.

Relevo generacional. La pelota voló de tal forma que la vieja barda del campo deportivo fue un mero accesorio dentro de la escena. Mario Pérez, número 12, recorrió las bases ocupadas por tres de sus compañeros, hasta antes de ese tablazo descomunal. Entre los asistentes, justo en las gradas centrales del viejo campo deportivo, estaba Fernando, el prospecto de Grandes Ligas y primo hermano del chico que recién había resuelto el juego con el swing decisivo del juego dominical matutino. Los dos chicos aún son reconocidos por la mayoría como los hijos de Fernando y Mario, los legendarios Pérez, baluartes del beisbol amateur de Ensenada ya por décadas, y próximamente, por eso de las dinastías y los asuntos generacionales, mejor conocidos como «los papás de…».

El amor a los 40. Pensé que con los años, la cosa iría a menos. Pero no. Todo lo contrario. Ya más de cuarenta y cada vez llega con mayor intensidad, mayor fuerza, un vigor irreconocible. Se vista como se vista, sea cual sea el tono para la ocasión, reacciono con el mismo ímpetu, la misma explosión de cuando las primeras veces durante los últimos días de la infancia y el despertar en la adolescencia. Los latidos acelerados antes de cada encuentro, esa pasión, los cambios en los estados de ánimo de acuerdo a cómo vayan las cosas: la desazón o la euforia. Una especie de gozo culposo. El torrente sanguíneo en flujo desbocado como buscando salida. Me temo que estoy condenado a este amor irreversible, irrenunciable y perpetuo. Aunque salga de amarillo, o de crema, o de azul, o aunque se vaya en blanco ante el odiado rival y me deje con el grito de gol como ahogado ahí dentro, donde más duelen esas cosas del corazón por más que pasen los años.