Por Marco Antonio Domínguez Niebla

Estado de amor puro. Ni cuenta me di de cómo llegué ahí. Creo que venía de una entrega de equipo en un gimnasio de box o de una rueda de prensa, de esas que se escriben a modo de maquila, sin mayor gracia que acomodar datos, números y fechas dentro de un texto. No lo recuerdo, en realidad. Estaba en trance, como en el limbo. Y de repente, interrumpiendo ese primer contacto inolvidable, ya tenía frente a mí, tajante y autoritaria, a aquella enfermera insensible (tan diferente a las chicas lindas que aparecen en cine y televisión, vestidas de blanco y diciendo: felicidades, es usted padre de una hermosa niña) acostumbrada a bloquear el paso hacia la sala de maternidad a todo aquel sospechoso de presentar mis síntomas. «Usted no puede estar aquí. Espere afuera», dictó. Y yo obedecí, dócil, ya transformado en otro hombre a partir de ese instante mágico en el que te tuve entre mis brazos, ya toda llena de vitalidad, apenas unas horas después del alumbramiento, esa palabra que hasta entonces entendí en su cabal dimensión. Porque te cuento que desde ese día has iluminado todo. Primero transformaste las dudas en certezas, después de nueve meses de planes y proyectos, de amor compartido en complicidad entre ella y yo. Y de inmediato diste forma al mayor de los milagros: adecentarme y convertirme en ese mismo tipo que hoy justo hace once años te tomó entre sus brazos por primera vez para entrar a la inagotable lista de hombres expulsados de sala de maternidad, en un perpetuo estado de amor puro.

Alto sacrificio. Mario y Pepe entrenan a diario muy de mañana, entre las cinco y las seis. Sus empleos -Mario es maestro y Pepe administrador- sólo les dejan ese resquicio para dedicarse a desarrollar su talento como softbolistas de alto rendimiento, como seleccionados nacionales. Mario y Pepe, como si no fuera suficiente con el hecho de hallar tiempo de donde se pueda, están a punto de viajar a Veracruz para disputar su segunda medalla centroamericana por México, pero llevan consigo un pendiente. Y es que ambos, Mario y Pepe, han tenido que pagar de su bolsa cada boleto de avión rumbo a las sedes a las que han sido llamados por su federación para disputar los torneos preparatorios que les permitan llegar en forma a los juegos centroamericanos y representen «con honor y dignidad a lo mejor que tiene Baja California: sus deportistas», como luego dicen en las pomposas ceremonias organizadas por las autoridades. Mario y Pepe, por lo pronto, han viajado al Golfo con una instrucción que les ha dictado el personal del instituto del deporte del estado. Y desde allá, mientras portan el uniforme nacional, tendrán que tomar algún espacio dentro de su concentración para saber si su asociación les ha depositado algo de lo invertido, por ahí de 20 mil pesos por cabeza, en perjuicio del patrimonio familiar.

Sin media vuelta. El reportero camina entre la multitud, sin pasión alguna, contrario a lo que sucede cada vez que acude a dar cobertura a algún evento deportivo. Para llegar, ha tenido que sortear toda clase de obstáculos humanos y tecnológicos, personas y «monstruos del desierto», hasta encontrarse con las declaraciones de «las leyendas de las carreras fuera de camino», casi todas indescifrables para quien no mastique ni pizca de inglés o para quien no entienda la razón que enloquece a los miles que deambulan por los alrededores del lugar en espera de que empiece «la fecha estelar del serial de Score International». Gajes del oficio, piensa. Y suspira, como aliviado, sabedor de que la cosa, en esta ocasión, terminará muy lejos, a más de mil 200 millas, pero sólo de ida.