Por Marco Antonio Domínguez Niebla

Cita en agenda

Nunca llegué a La Holandesa, el café de la calle primera en el que siempre me citaba y donde se sentaba a leer los periódicos del día todos los días. Primero el Esto para ver cómo andaba el ámbito nacional y para saber si alguno de los suyos aparecía en las páginas color sepia. Luego El Mexicano para seguir de cerca las notas generadas por Armando, su gran amigo y compañero en esos cafés por la mañana. Cada vez que pasaba por ahí, camino a El Vigía –el periódico donde trabajé, ubicado a una cuadra de La Holandesa–, me repetía: “Marco Antonio, cuándo me haces el honor, me debes un cafecito para platicar de mis muchachos”. No sé si me leía porque nunca vi El Vigía en su mesa cuando llegamos a encontrarnos casualmente, pero qué importa. En este caso la confianza venía del trato, el respeto mutuo del que nunca se hace mención porque se transmite con sólo estrechar la mano de la otra parte. Para mí la cosa era sencilla teniéndolo cerca: si la nota trataba del “Choko” y su campeonato del mundo, él era la referencia. Si la información exigía escarbar en la historia para descubrir los éxitos del “Caballo”  o el “Idi Amin”, lo mismo. Ya ni qué decir de la pelea legendaria, aquella que enfrentó a sus más grandes orgullos como entrenador de boxeo, Ramón y el “Carita”, el hijo de sangre y el hijo hecho en el gimnasio, el heredero que nunca se separó de él y el pupilo consentido que se fue a buscar suerte por otro lado: el ganador y el perdedor de ese polémico pleito aún presente en la memoria boxística de Ensenada por la pasión que sobrevive encendida después de dos décadas. Igual nuestras charlas trataban de las batallas diarias que sostenía para mantener en pie el viejo gimnasio Mauro Flores en contra de esas aves de paso que ocupan un puesto de gobierno cada tres años, o la desazón que le generaban los chamacos llegados con hambre de comerse el mundo literalmente a puños pero que terminaban sucumbiendo estrellados contra la responsabilidad de ser un boxeador de a de veras. Ahí charlábamos, a las puertas del gimnasio, o cualquier domingo en algún campo de beisbol donde acudía a ver a Luis o Ramón o Daniel o Rubén o Raúl, sus nietos, los peloteros que “por fortuna no se dedicaron al boxeo”. Nunca tomamos juntos ese café porque yo nunca llegué. Sólo por eso. Pero bien dicen que hay más tiempo que vida. Ya llegaré a la cita, Don Ramón. Está en agenda.