Por Marco Antonio Domínguez Niebla

Vacaciones perpetuas. Podemos levantarnos tarde. Esa, cuando menos en mi caso, es la razón más poderosa para iniciar con el listado de beneficios que a continuación expongo. Como siguiente punto en el escalafón de argumentos, enlistaría que el trabajo consiste en escribir de lo que a uno le apasiona (razón tal vez igual o más poderosa que la primera). También hay que leer de todo, devorar lo que se ponga enfrente, literatura y periodismo (sugiero que en ese orden), desde los clásicos hasta los diarios locales (si es necesario ir a los extremos, sugiero que también se haga en ese orden). Por si fuera poco, somos testigos y mensajeros de lo que acontece en las canchas, los diamantes, los cuadriláteros, las duelas… En fin, quién, con apenas una minúscula afición a cualquier deporte, rehuiría a la oportunidad de entrevistar mano a mano a todos los protagonistas del espectáculo, o quién sería capaz de renegar por el hecho de acudir con butaca de privilegio a los acontecimientos donde los demás, la mayoría de las veces, tienen que hacer todo tipo de sacrificios por conseguir un boleto. Y sin contar, para efectos familiares, que cuando no hay temporada en la ciudad donde se reside, las jornadas bien pueden acabar entre dos y tres de la tarde, sin ningún problema. Por lo anterior, y acabo porque hay que abreviar la lista por motivos de espacio, si encuentra en su camino a algún quejumbroso mártir del oficio, jurando que «todos los días hay mucho trabajo y es imposible disponer de tiempo para otra cosa», compadézcalo y dígale que no joda, que es periodista deportivo.

Viejo sabueso. En el fondo lo sabía. Esa misma intuición que no sentí aquella tarde de sábado de la que poco recuerdo, más allá del zapatazo del Tuca y la salvada de Campos en el último suspiro. Muchos menos la sentí esa noche brumosa que se pierde en mi memoria tal vez porque aquella final fue sellada por un gol creo que de Cacho o algún otro delantero de esos del montón que alcanzaron gloria efímera poniendo etiqueta de sub campeón a un grande. Tampoco experimenté ese extraño presentimiento hace exactamente un año, cuando se consumó la afrenta de perder un título en casa y ante otra fiera. Porque ahora todo fue distinto. Fue como cuando, con diez y ante el acérrimo rival, Zelada atajó el penal y luego Bacas, Tena y Aguirre liquidaron el asunto. O como cuando un año después, en la Corregidora, la goleada a los Pumas en un tercer juego de desempate con el Ruso inspirado. O igual que el domingo de la remontada ante Tampico-Madero y luego los triunfos en años consecutivos frente a Pumas y Cruz Azul con el Negro Santos como referente de los gloriosos ochenta. Después de 13 años volvió a pasar con el gol de oro del Misionero que acabó con la sequía ante los Rayos, y más adelante la masacre a los Tecos con el Piojo, Kleber y Cuauhtémoc. Y qué decir de la noche mágica con la lluvia de fondo como escenografía a la altura del drama mientras Moi se tendía para empatar sobre la hora antes de los penales y las muecas del Piojo como epilogo del drama cruzazulino. Este domingo volví a sentirlo, incluso antes de los Tigres y de lo de Arroyo y Pablito y Oribe y el Turco yéndose por la puerta grande. No sé. El olfato se agudiza con los años.

Sobre la duela. El gimnasio Óscar «Tigre» García, hace exactamente 19 años, fue escenario de una historia naciente. No había evento deportivo alguno aquel 17 de diciembre. Era noche de concierto. Azul Violeta se llamaba el grupo de rock. Quién sabe qué fue de ese grupo. Quién sabe qué fue de esa historia.