APUNTES PERDIDOS

Por Marco Antonio Domínguez Niebla

Carta de Navidad. Fui de los chamacos rebeldes, vivos, que dejaron de creer en lo que tantos chiquillos de mi edad aún creían. La historia me parecía poco creíble, con demasiadas lagunas, inconsistencias, huecos en la trama. Así que desde muy pequeño dejé de escribir mis cartas pensando en un destinatario de barbas blancas, barriga, trineo volador y vestido de rojo. Lo que sí desarrollé, tal vez sin proponérmelo, fue la costumbre de escribir, de contar cosas, mis cosas. Lo hice con tanta dedicación que a eso me he consagrado desde hace muchos años, hasta descubrir un oficio maravilloso, el de contar historias reales y en ocasiones ficticias, aunque basadas en la realidad, sobre todo a través de esta y otras columnas que he publicado. Eso me ha permitido vivir con la seguridad de dedicarme a algo en lo que me siento útil, capaz, aun sin estabilidades de ningún sentido, porque este oficio trae consigo la zozobra, pero también la aventura excitante de no saber qué pasará con uno más allá del presente. Escribo de todos y de todo lo que me interesa, pero no hay nada que me llene más que escribir de mis afectos, mi gente. Pocas veces la fecha se presta como hoy para contarles que hace muchos años conocí a un chiquillo que llegaba a una estación de radio donde yo trabajaba. Quería trabajo. Y gracias a su tenacidad lo consiguió. Los dos salimos de esa empresa, pero ni él salió de mi vida ni yo de la suya. Decir hermano por adopción, en el caso de Alejandro, es poco. Decir camarógrafo, fotógrafo, socio, compañero de trabajo, tampoco son términos a la altura de lo que se merece alguien que arriesgó todo con tal de compartir un sueño, una aventura. En días como hoy, también sería imposible no pensar en mi hermano de sangre y compañero de toda la vida. Tan iguales en todo y a la vez tan distintos. Apenas un año y cinco meses separan nuestras fechas de nacimiento, quizá por eso la conexión, la comunión, la lealtad. El que le hace algo a él, se mete conmigo. Y ni qué decirlo: el que se mete con Marco se mete con Francisco. El listado estaría incompleto y trunco sin ella, la mujer que dedicó sus noches y sus días a cuidar a su hijo el del medio, el enfermizo, el asmático, el rebelde, con una devoción tal que el lazo que nos une no sólo se ha mantenido, sino que se ha robustecido al grado de decir que Lilia y Marco son como la misma cosa. Y al final les contaré que estas fechas no tendrían sentido alguno sin ese tipo de amor capaz de opacar lo demás, por valioso que sea. Ya son once fechas de festejar el primer gran momento que transformó todo para mejorarlo. Y tres más tarde, hace ocho, llegó ese segundo gran momento. Verlos a ellos, Anael y Marco Iván, juntos, abrazados, felices cada vez que se encuentran, deseosos de contarse todo, de recuperar cada momento perdido para establecer nuevas complicidades, cierra el círculo, ese círculo que ni cualquier carta a Santa habría sido capaz de conceder: un oficio, un amigo, un hermano, mi madre y mis hijos, todos sanos, todos solidarios. Y como si esto no fuera suficiente, el Turco hizo campeón a mi América.