APUNTES PERDIDOS
Por Marco Antonio Domínguez Niebla
El loco de la esquina. Hay uno cerca de casa. Aparece por las noches, sobre todo. Andrajoso, maltrecho, despidiendo hedores etílicos y gritando a todo pulmón maldiciones contra lo que se cruce en su camino. Sus alocuciones son repetitivas y generosas en cuanto a adjetivos, palabrotas. El tono altisonante y autoritario, al principio, sorprende e impresiona a las nuevos vecinos del barrio, que rehúyen temerosos para no convertirse en blanco de sus dedicatorias flamígeras. Luego, asuntos de la costumbre, todos pasan de él como si fuera un muro o un mueble parlante. No falta el osado que lo desafía y logra callarlo por cuando menos algunos días. Puede ser una pérfida quien lo llevó a ser lo que es. O tal vez fue el vicio. Nadie lo sabe. Lo cierto es que en cada barrio de cada ciudad siempre hay un loco de la esquina, algún pobre infeliz que dispara diatribas a la nada. Al nuestro, incluso, lo hemos bautizado. Lo llamamos Freddy. Así, con doble d.
El fan y el «Capitán Furia». Fue una de esas veces en las que se pregunta por preguntar. Todo estaba dicho. Su equipo cometió un error que significó el inicio de la debacle. Y luego, aunque parezca un contrasentido dicho por uno de los mejores en la materia durante sus años en activo, la defensa que hoy dirige fue un desastre. Poco más por agregar después de sus dos primeras respuestas. Entonces llegó el tercer turno en el orden. Era el mío. Ni recuerdo qué le pregunté, porque ni siquiera lo escribí. Sólo necesitaba hacerlo. No era momento ni lugar para decirle cuántas alegrías me dio mientras le perteneció ese gafete llevado con porte sobre el brazo cada vez que levantaba una copa, o como en aquella carrera enloquecida cuando marcó el segundo gol de la histórica final contra Chivas, o como cuando se fajaba a las trompadas en defensa de esos colores, el amarillo y el azul, tan suyos como míos y de tantos más. Esa noche, en la sala de prensa del Caliente, el tema era su Morelia, no su verdadero equipo. Y yo, una lástima, iba acreditado.
El Layún. La pasión le llegó de repente y con intensidad, así como llegan las pasiones después de los treinta. Jamás había pateado una pelota y se notaba. Cada contacto, de punta y con violencia, convertía al esférico en una víctima. De manera tardía, pero el futbol ya estaba bien metido en sus venas y fue inevitable su compromiso a modo de doble cita semanal: cada mañana de miércoles y viernes a partir de las ocho. Sobre la grama sintética, dos equipos, cada uno integrado por entre 15 y 20 futbolistas, cuyas edades se circunscriben a un espectro tan amplio que son comunes las ausencias por asuntos prostáticos, ciáticos y reumáticos. Y entre los chavales, ya instalado, el novel futbolista de apenas 32 primaveras. Como bien dicen, la práctica hace al maestro y la potencia, la velocidad y la enjundia han ido complementándose con una mayor idea en la marca y sobre todo a la hora de soltar los zapatazos, ahora hasta de «tres dedos». A poco más de un año, el novato ya mete sus goles (algunos en propia puerta) y es orgullo de las cáscaras pactadas dos veces por semana en el campo Nueva Ensenada, como uno de los diamantes pulidos en cada encarnizada batalla disputada a ritmo más bien tortuguesco, semi-lentón. Desde entonces, el reportero, que entiende de pasiones después de los treinta, se ha acostumbrado a marcarle a su compadre el fotógrafo, o «El Layún» , como ahora es conocido, los miércoles y viernes, ya pasadas las diez.