Por Marco Antonio Domínguez Niebla

Seducido por Superman

Papá gritaba con euforia los goles del América. Panchito, mi hermano menor, también. En mi caso, el grito era más por imitación que por sentimiento. Lo confirmé cuando vi al Superman, como fue bautizado por Ángel Fernández, el poeta de la crónica futbolera a finales de los setenta, que además lo llamaba El Gato, “por sus reflejos felinoooos bajo el arco de la máquinaaaa”. Miguel Marín bien que hacía honor a ambos motes. Volaba para sacar lo imposible. Reaccionaba para tapar “los balazos a quemarropaaaa”, según decía el entonces narrador de Televisa antes de El Perro y demás copias baratas regaladores de sobrenombres sin gracia ni razón de ser. Y yo, hipnotizado apenas un año antes por otro virtuoso de la portería, Ubaldo Matildo Fillol, hallé lo que parecía impensable: un arquero mejor que el custodio de la meta de la selección argentina campeona del mundo. En consecuencia deje atrás exclamaciones hereditarias para gritar con el corazón cada lance del hombre de suéter elegante, en rayas horizontales en blanco, azul cielo y un negro-azul marino, cuyos dedos deformados presumía en Balón y las revistas de la época como testimonio de las batallas ganadas frente a ese pelotón de fusilamiento que supone la portería, más en tiempos de Cabinho y Carlos Reinoso y todos los grandes extranjeros y nacionales que difícilmente salían airosos del desafío frente a él. Y me volví de la máquina trituradora de rivales. El chiquillo de siete años que entonces fui jamás supuso traiciones o deslealtades. Eso no cabe a tal edad. Uno siente, vive, goza y luego define. Los sábados de cada quince días eran de angustia mientras esperaba la edición de fin de semana de 24 horas, el noticiero del Canal 2, porque a las cinco ya se sabía lo que recién había pasado en la cancha del Azteca, casa entonces de Los Cementeros. Y Lalo Trelles, con su lengua arrastrada y su bigote poblado, casi siempre ofrecía buenas noticias durante la sección deportiva: “Da máquina azud vodvió a ganad con una gdan tadde de Migued Madin”. Así disfruté del futbol a finales de los setenta y principios de los ochenta: gritando cual si fueran goles, las atajadas del Superman. Hasta que llegó lo inevitable: “Miguel Marín cuelga los guantes; llega en su lugar Ricardo Ferrero”. No había más Gato en la meta azul. Había llegado El Oso en su lugar. Sucesión argentina. El Superman de las canchas había resentido el paso del tiempo, esa especie de Kryptonita para los futbolistas. Ferrero, como homenaje a su antecesor, vistió el mismo suéter. Pero nada volvió a ser igual. Sin Miguel Marín, no hubo más glorias. Yo lo intenté. Créanme que lo intenté. Mas una tarde frente al televisor siguiendo un clásico joven, Héctor Tapia, eterno suplente americanista cuando estaba por consumarse la sucesión generacional del azul al crema, tuvo la mejor tarde de su vida. La víctima: Cruz Azul. Y yo me encontré de pronto y sin darme cuenta, junto a papá y Panchito, celebrando las conquistas de las ya entonces llamadas Águilas. Tuve que aceptarlo ya como a los 11: por cuatro años fui un americanista en pausa, seducido por la magia del gran Superman.

*El autor es colaborador de AGP Deportes.





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