RÉPLICA
Por Fernando Ribeiro Cham
Es casi una experiencia religiosa
A inicios de año me entró en la cabeza correr un maratón. En aquellos días de enero había una sensación de que de alguna manera se iban a poder cubrir los otros 21 kilómetros que ya había terminado antes, la última vez en el medio maratón de Mexicali. Fácil pensarlo, difícil transitarlo.
La preparación se fue postergando, dejaba pasar los días para poder cumplir este compromiso o aquel otro. Empiezo después de mi cumpleaños, después un viaje u otro y los días del
calendario se despedían uno a uno.
Elegí el maratón de San Luis Potosí, el Tangamanga, porque de forma ilusa pensé que la altitud no sería un problema. “800 metros sobre el nivel del mar”, dije, sin caer en cuenta que la ruta mediaba entre los 1,800 y los 2,000. Error.
Además, no podía alargar la preparación para correr el de Monterrey o el de Mexicali.
Empecé a entrenar, salía a eso de las 12 del mediodía o a las 2 de la tarde, cuando el sol estaba en el punto más alto, porque quería enfrentarme al cansancio adicional que representa el calor.
Correr es una actividad solitaria. En alguna forma es el diálogo interno, la meditación mientras se pone un pie delante del otro.
Un maratón son 105 vueltas a una pista de atletismo, es, para quienes somos de aquí de Ensenada, aproximadamente correr del 7 eleven de Playa Hermosa a la caseta de San Miguel, ida y vuelta, dos veces.
Es un reto “maratónico”. Hice un cálculo y es como jugar unos 7 u 8 partidos de básquet de forma consecutiva. La preparación iba bien, hasta que en un domingo en el que corrí 21 kilómetros, apareció una inestabilidad en mi rodilla izquierda.
“Tendinopatía en el tendón rotuliano”, sentenció el doctor José Ramón Fernández, a quien le debo, a él y a su equipo, una gran parte del haber llegado a la meta. “Doc, lo que se tenga que hacer, pero no puedo detenerme, ni voy a faltar a la carrera”.
Carreras de menos kilometraje, cuidar la rodilla, terapias casi diarias y una última prueba de 31 kilómetros que decidí hacerla en la pista por dos razones – sí, 75 vueltas a la pista – una la rodilla que estaba entre algodones y dos, la necesidad de tener como acompañante a la soledad y la monotonía que aparece en varios trayectos de una carrera de fondo, donde no hay nadie enfrente ni atrás.
Hay una especie de ritual del corredor de fondo que incluye la compra de tenis especiales, la ropa, leer acerca de la prueba, escuchar videos, consejos, elegir el gel energético, en fin, es como una metamorfosis kafkiana, pasar a ser un corredor.
Quizá por haber sido mi primer maratón, había una necesidad de compartir todo. Entré a un grupo de corredores que harían la prueba, miraba las rutas, el conteo de días, era una sensación de estar en algo que no es para todos. Una especie de club selectivo de quienes desean conocer si son capaces de cubrir la distancia mítica de aquel que tras dar el aviso del invasor que se aproximaba, desfalleció.
El día de la carrera llegó y la expectativa era muy emocionante. Playlist elegido, el reloj inteligente ya preparado, las agujetas con doble nudo y el último trago al suero.
Arrancamos y la sensación de los primeros kilómetros fue bastante satisfactoria, pero llegó el adoquín, esa estructura de piedras que irrumpe en el corazón de ciudades con un pasado colonial.
Era como ir bajando cerros, pasos cortos, ángulos no propicios para ampliar la zancada y una carga adicional en los cuádriceps para cuidar las rodillas. Pagaron unos por otros. En el kilómetro 24 o 25 el cansancio era mucho. Los extensores de la cadera habían resentido los kilómetros de adoquín, pero de alguna forma, este dolor se había pensado, lo había imaginado y no era una novedad, aunque su aparición, más temprana que tardía, representaba un reto adicional.
Correr un maratón es casi una experiencia religiosa, recuerdas tus sacrificios, observas el horizonte, suplicas, pones un pie adelante, te limpias el sudor, pones otro pie adelante, sufres, ríes, vuelves a sufrir, aparece el dolor, las ganas de mandar todo a la fregada, después el recuerdo del porqué estás participando.
Más dolor, más calor, cambias la canción, piensas en terminar, en la satisfacción de llegar y después viene más dolor. Un maratón es el deseo de sentirte vivo cuando la energía se agota, cuando el físico pide a gritos detenerte.
Benditos los hombres y las mujeres que te aplauden en un momento solitario. Gratitud hacia quienes te ofrecen una naranja o un vaso de agua cuando el punto de hidratación no se ve cerca.
Parece ilógico, pero un maratón es una prueba tan solitaria en la que vas acompañado de muchos, de extraños, de samaritanos que te ven en una condición desgastada pero con la ilusión intacta.
Llegué a la meta. Las piernas no pueden moverse de forma uniforme. Medalla en cuello y chamarra puesta. Alegría, satisfacción. Se ha logrado. No sé si vuelva a correr una distancia así, pero ya lo he hecho y es algo que nadie te puede quitar.
Hay tantas personas a las que les debo agradecer. Ustedes lo saben. Yo lo sé.
Gracias infinitas. Lo terminamos.