APUNTES PERDIDOS
Por Marco Antonio Domínguez Niebla
La gran cosa
Eso me parecían. Hablaban e interesaban, tenían algo por decirnos y ese algo generalmente resultaba enriquecedor. Y cuando hablaban, por dios, qué voces. Mientras “abrían y cerraban” micrófono, manejo magistral de la consola, insertaban los cartuchos, una especie de cassettes gigantes, como los ocho track, piezas prehistóricas desconocidas para todo menor de 40. Quienes ocupaban las cabinas de radio eran locutores certificados mediante un examen exigente, de conocimientos generales y sobre todo de capacidad para leer debidamente un comercial o improvisar frente al micrófono o la cámara, o entrevistar a cualquier persona de cualquier ámbito. Mi papá era de esa especie. Y yo quería ser como él y sus amigos. Ser la gran cosa, pues. Y entre esos amigos y gente de su especie, estaba él. Trabajaba en la cabina cuyo ventanal daba a la avenida Juárez cuando su amigo Ángel, con sus tres hijos, incluidos el que esto escribe, lo visitaban de paso. En alguna pausa a comercial se saludaban y a la vez retumbaba la identificación del programa que tanta gente seguía entonces: Furia Musical con José Javier Calderón Marín, por Radio Variedades. Esos encuentros se vieron interrumpidos debido a que papá falleció de manera repentina, antes de los cincuenta. Así que volví a ver a Javier ya que, cosas del destino, me encontré trabajando en una estación de radio, que, por cierto, era totalmente distinta a aquellas en las que babeaba admirando la destreza de papá y sus pares. Donde yo trabajé, apenas año y medio después del capítulo de mi vida relacionado con la orfandad, ya no necesitaba de la habilidad para colocar la aguja sobre el vinilo ni tampoco de la destreza para “abrir y cerrar” el micrófono con la exigencia de contar algo de interés, capacidad que convertía al locutor en un compañero al que acudir diario para descubrir lo que estaba por decir. La cabina en la que me encontré no requería mayores atributos que colocar discos compactos y alternarlos con los cartuchos (que para entonces estaban a punto de convertirse en piezas de museo). Ya era radio de operadores, no de locutores. Ya era, en la que trabaja yo, una radio FM, no AM. Música y comerciales sin el contacto con la gran personalidad de cualquier estación de radio: el locutor. Y las licencias para desarrollar el oficio de repente nos llegaron por obra y gracia de San Carlos Salinas de Gortari, quien decidió que ya no más exámenes y que a partir de los primeros años de los noventa bastaba y sobraba con que un gerente de concesión radial enviara la petición para que todo el personal a cargo, con el poder de su firma, se convirtiera en locutor. Pero volvamos a Javier, a quien, ya como parte del gremio, saludaba en las asambleas sindicales donde recordaba sus andanzas dentro de esa agrupación junto a mi padre. Más adelante lo vi desempeñarse en sus encargos públicos, siempre con la misma actitud: amable, atenta, educada, con una presencia impecable: moreno, alto, su bigote debidamente recortado y vestimenta formal. Y cuando hablaba, como ya les señalé al inicio de este texto, por dios, qué voz. Un locutor de los de antes, de los de a deveras, de los que al escucharlos nos remontan a algún momento de nuestra vida: en mi caso sus pláticas con papá, en el caso de tantos ensenadenses, a su Furia Musical. Al paso de los años fueron menores los contactos. Alguna vez lo saludé, él se apoyaba de un bastón, pero me alegró verlo entero, aún fuerte. Un par de meses atrás lo vi con vida por última vez. Ya no era el mismo. Lucía disminuido, incluso su mirada distinta. Lo homenajeó en ese momento la liga de beisbol de la cual fue fundador, la Rural de su querido Maneadero, delegación ensenadense en la que todos quienes lo conocimos, lo identificamos. Con esa imagen ilustré la nota de su partida, apenas ayer. Hoy encontré otra fotografía de otro homenaje que se le brindó y en la misma lucía más como el Javier que recordaré, el gran locutor que manejaba como maestro la cabina, el amigo y colega de papá, la gran cosa, pues.