Marco Antonio Domínguez Niebla

Daltonismo

El ejercicio consiste en una especie de desprendimiento contra cualquier asomo de afición. Lo complicado de la misión me permite el jugueteo: fuera colores, fuera nombres. Empieza el juego y el equipo que se lanza tan desbocado como desordenado en busca de la meta rival recibe un regalo arbitral: penal inexistente, cobrado de manera eficaz. Gol. El estadio vive, vibra, las banderas ondean apenas jugados los primeros minutos. El ímpetu rinde frutos de nuevo para los que visten la camisa adornada por unos rombos extraños: tiro de esquina, cabezazo y gol. Dos por cero con veintidós minutos jugados de un solo lado de la cancha. Los de casa más cerca que nunca de la hazaña. Del 4-1 en contra como visitante a acariciar el 3-0 en casa con más de una hora por delante. Pero entonces todo volvió a la normalidad. El equipo visitante -que resistía como boxeador técnico midiendo al rival- pareció decir ¡basta! Y todavía con la ventaja global, y, en contraste con las rayas horizontales de su camisa, hace daño, vertical, lastimando en cada avance con dinámica, posesión, despliegue. Toque. A esas alturas, el de vuelta es una copia del juego de ida. Y antes del descanso, la recompensa: dos por uno que obliga al equipo de casa a hacer dos más en el segundo tiempo. Reanudadas las acciones, todo empieza como terminó. Los que tratan de ofender, trabajan desordenados, anárquicos. Los que resisten, trabajan con orden, compromiso, un bloque que termina por dominar cada uno de los minutos restantes hasta hacer justicia con un gol más, ya casi sin tiempo en el reloj: 2-2 en la vuelta, 6-3 global. La toma de la televisión apunta a la zona técnica. El técnico visitante, un gigantón con pinta de buena gente, entra y sale del banquillo sin aspavientos, da órdenes y regresa, tranquilo de ver a cada pieza en su lugar: el portero atento y líder, los chicos de las laterales cumplen flanqueando a las dos torres que custodian la central, y delante de ellos el chiquito de la contención y sus dos compañeros que recuperan pelotas y generan futbol, participativos, como queriendo demostrar su valía frente al rival que los dejó ir, más los de adelante: el del gol y el tiro al palo, y hasta el relevo que ha entrado para sentenciar el asunto. Y a unos metros, aparece el técnico local, un chaparrón con pinta de ogro que grita, gesticula, manotea, en su intento por darle forma a un rompecabezas sin solución que él mismo construyó sin lateral izquierdo, ni líderes en la defensa, ni centro-delantero goleador, ni orden, ni profundidad, ni ideas. El equipo ganador no ha dejado dudas. El perdedor, en cambio, las ha acentuado. Daltónico, festejo el resultado: ha ganado el mejor, así que se ha hecho justicia. De vuelta al color, lo lamento: los de verde y blanco del Santos de la Laguna son finalistas después de darle un repaso a los americanistas de amarillo, bien guiados por por Robert Dante, el técnico graduado manera prematura al derrumbar un par de mitos en semanas consecutivas. Al primero le llaman Tuca. Al segundo le dicen Piojo.

*El autor es colaborador de AGP Deportes.





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