Por Marco Antonio Domínguez Niebla

Pasajeros 

No suelo subirme a los micros con la frecuencia de antes. He aprendido, a fuerza de experiencias –amargas, por supuesto-, el riesgo que conlleva dicha audacia. La mayoría de las veces prefiero caminar, en una ciudad todavía caminable. Pero ese día de entre semana ya eran casi las doce, hora del timbrazo en la vieja escuela primaria clavada en el centro de la ciudad, donde estudia el más pequeño de los chiquillos del sexto grado, quien me espera a diario. Entonces corro rumbo a la parada alzando la mano, el conductor se orilla sobre el McDonalds de la Reforma, y subo presuroso, a los tumbos, mientras él acelera. Tomo asiento como puedo y donde puedo. Aterrizo en el único lugar disponible, con una nalga en el voladero, sentado junto a un vecino que abre las piernas para abarcar el mayor espacio posible mientras balbucea algo, molesto, como si se sintiera invadido. Pero no me importa, me he salvado de ir de pie, a expensas de los acelerones y frenazos del energúmeno al volante que ignora el “buenos días” de ingreso y el “gracias” de despedida de quienes aún conservan la sana costumbre de saludar y despedirse educadamente. Ya bien agarrado, la vieja unidad, de asientos rayoneados e inestables, se enfila de la Reforma hacia la Juárez, y entonces lo escucho. Más bien se asemeja a un monólogo con breves intervenciones de un par de chicas como oyentes. La voz viene de la parte trasera. Parece un hombre mayor. Es atento y gentil, tanto que ellas atienden sin reparo las preguntas formuladas. ¿En qué trabajan sus papás?, ¿les va bien?, ¿piensan estudiar en universidad pública o privada?, ¿ya eligieron carrera? A todo recibe respuestas breves pero inmediatas de las chicas que para entonces ya han revelado ser preparatorianas. Trato de identificar el tono de voz, que me parece conocido. Sin embargo, siento que voltear hacia la escena incomodaría a las bachilleres interesadas en la charla, así que lo evito. “Yo soy maestro, ya jubilado desde hace tiempo”, les cuenta.

Y continúa: “Miren, niñas, estudien lo que les guste, algo en lo que sientan que pueden ser buenas. Mis hijos son profesionistas, a todos les ha ido bien, algunos son maestros como yo, hay un ingeniero, y hay otro que estudió en Monterrey y le gustó tanto su carrera que se fue a Alemania a hacer una maestría”. Es en ese punto cuando detecto hacia dónde va la charla, ya identificado ese tono de voz pausado, descriptivo y seguramente heredado: “Hoy mi hijo, que se llama como yo, es el director de deportes de Baja California. Ya tiene casi 20 años ahí y no se ha ido a dirigir el deporte mexicano nada más por cosas de la política, porque los del gobierno federal y el estatal son de otro partido”. El viaje está por terminar. “¡En la esquina!”, grita, y se despide. “Adiós, niñas, y suerte en su elección, me bajo ahí en el Saldos y Gangas”. Con paso seguro, antes de que acelere el frenético conductor, desciende don Saúl, justo en la Floresta, calle que da al gimnasio municipal. Yo sigo de largo, mi destino está en la Ruiz y Sexta.





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