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Por Marco Antonio Domínguez Niebla

Posesión en El Coloso

Dicen que está perdido en el tiempo, viejo, obsoleto, aunque salte a la vista de todos, majestuoso desde cualquier punto de un montón de kilómetros a la redonda. No era mi primera vez ahí. Sí la primera en décadas. La última todavía un niño. Los pasillos, las escalinatas, la misma explanada, opacados frente al contraste con el momento cumbre, el de ingresar a la tribuna. Y ahí el rectángulo verde, ahora parchado y maltrecho, puesto a fuerza después del híbrido al que NFL le dijo “no, gracias, mejor nos regresamos”. Algo al final irrelevante si se ha conocido algo de lo que sobre esa superficie ha pasado, de finales de los setenta hasta acá. Sólo fue cosa de guiarme por las bancas de local y visitante -admirando el entorno con casi dos horas disponibles antes del primer silbatazo- para empezar a juguetear como si el niño que fui estuviera instalado entre la grada del Coloso de Santa Úrsula ocupando mi lugar. Y si la toma de televisión no mostraba las bancas sino el costado contrario, entonces aquel día soleado del 86 -cuando dios metió la mano y luego completó su aparición sobre ese césped con el gol más hermoso del que haya memoria-, todo sucedió en aquella meta, la misma donde el defensa goleador, Bruno, estaba por hacer el primero. Y si la toma de televisión mostraba las bancas, entonces aquella tarde indeleble del 84 -cuando el gran Héctor Miguel atajó el penal a Cisneros y más tarde Bacas, Tena y el Vasco sentenciaron el clásico que más vale de todos cuantos se hayan jugado-, todo sucedió sobre la otra meta, la misma donde el central Aguilera se avivó como los que saben para hacer el segundo, antes de que Benedetti, el chico recién llegado de Colombia, hiciera honor al apellido para completar el triunfo, inspirado, creando poesía con el tercero. Todo los vimos desde muy arriba. “Son los únicos boletos que quedan”, nos dijo, amable por cierto, un hombre mayor atrapado tras las rejas de taquilla. Inevitable olvidar mis primeras veces ahí cuando mi padre alivió la preocupación de los suyos: “Aquí en el Azteca, donde te sientes se ve bien”. Como siempre, comprobé, después de tanto, que él una vez más tenía razón. Y bien hasta arriba, pero como si fuera a ras de pasto, me encontré de pronto parado, vuelto loco, junto a un montón de gente vestida de amarillo o de naranja, sobre todo, las tres veces que el tigre fue sedado hasta quedar manso, sin respuesta. Y yo experimentando junto a mis amigos Alex y José Ramón lo tanto escuchado en cuanto a «vivir un juego al filo de la butaca». Ya regreso de cumplir mi segunda escala. Jugaron Pumas y Chivas. Y lo vi sin la tensión ni la emoción de lo del Azteca y sí con la indiferencia de ver tan de cerca a dos grandes en desgracia. Ya les contaré lo de CU por acá en esta ciudad gigantesca, sin fin.

*El autor es colaborador de AGP Deportes.





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